lunes, 8 de febrero de 2010

Mi Primera Oficina

Tengo un recuerdo un tanto agridulce con respecto a mi primera, pequeña oficina. A veces adoro recordarla, a veces lo odio pero siempre me trae melancolía y añoranza. Claro que aprendí muchas cosas con ella, más bien personales. Recuerdo bien la ilusión de poner la oficina. Mi oficina. Tener el lugar que siempre soñé. Durante años, en la Facultad de Derecho siempre soñaba con grandes juicios y un lugar al qué llegar después de ellos, reclinarme en el sillón… en mi escritorio y saborear el momento… degustar ese sutil sabor de luchar y conseguir lo que quieres y con lo que sueñas.

Pero bueno, cuando uno está enamorado es obvio que no ve bien a futuro. Tuve el gran tino de establecer esa oficina en una propiedad de la madre de mi prometida, igualmente abogada. Sí, risas y emails burlones son bienvenidos, incluso amenazas de confiscarme mi cargamento de café por cometer semejante burrada son aceptadas. Pero bueno, prosigamos. Recuerdo bien las reuniones que sosteníamos planeando el lugar y modo de trabajar en nuestra improvisada mesa y sala de juntas (que más bien era un comedor y una sala de…algo). Nos reuníamos yo (el burro por delante, en este caso aplicando perfectamente), mi entonces prometida y su mejor amigo. ¿Qué decirles de él? Un grandioso abogado con talento para el derecho notarial y expresar formalidad. Ella, con un don de gente inmenso, con inocencia y malicia mezclada y yo, el nerd y asesor del grupo.

Recuerdo mi sugerencia para el nombre del despacho. Apellidándonos Irra, Loeza y Padilla, sugerí usar las primeras dos letras de cada uno y conseguir a otro abogado, un Albornoz, y así poder llamarnos Despacho Jurídico “Ir Al Palo”. Obvio que casi fui apedreado por semejante albur pero bueno, esos eran los días. Recuerdo que de los tres mi prometida fue la que invirtió más que todos aunque en sueños e ilusiones creo que nadie ofreció más que yo.

Un momento memorable fue nuestra entrada oficial como abogados a ese lugar. Como cualquiera sabe, un búho marca el territorio de cualquier abogado. Ella trajo varios búhos de distintos tamaños. Yo sólo traje mi primer buhito, uno chiquito que mi hermanito me regaló cuando terminé mi bachillerato en sociales y entré a la Facultad. Lo compró con bastante sacrificio aún y si el precio era ínfimo por lo que le guardo gran valor. De repente entra el último abogado, haciendo gala de prepotencia y marcando su territorio con tremendo guajolote. Lo juro, nunca había visto un búho del tamaño de un pavo listo para ser cocinado en la víspera de noche buena.

Supongo que el destino siempre depara muchas sorpresas no previstas. Durante varios meses estuvimos dándonos a conocer y tomando los casos que llegaran, a veces lidiando con la gente y a veces ellos lidiando con nosotros. Sin embargo todo parecía indicar que la relación entre mi prometida y yo llegaba a su fin y quizá, el despacho con ella.

Ella cada vez se alejaba más de la oficina, quizá en parte para no verme, quizá para poner en orden sus ideas. Pasaban días enteros en los que ella no se aparecía y la espera en las mañanas parecía eterna, al grado de dejarme con esa sensación durante un par de años cada vez que tenía que sentarme y esperar en una oficina.

Por las tardes era lo mismo. Ni el otro abogado ni yo sabíamos en donde estaba. Es más, ni Dios lo sabía (Sí, así de buenos somos los abogados). El destino una vez más probó la ironía de la que con frecuencia hace gala. Ella se enfermó y estuvo algo delicada y así, con todavía menor frecuencia acudió a la oficina. Justo al aliviarse se fue de vacaciones a un par de excursiones que ya tenía programadas desde varios meses atrás. Sí, dos seguidas con un día de diferencia en total, ausentándose un mes completo. Durante ese mes yo me hice cargo en las mañanas y el otro abogado en las tardes. Por supuesto que ya no era lo mismo y supongo que, de alguna manera, incluso los clientes notaban nuestro ánimo y el ambiente en la oficina.

Al terminar nuestra relación también murió nuestra oficinita. Mirando hacia atrás me doy cuenta que no sólo fue el hecho de perder una relación de seis años, sino que cambió el resto de mi vida para siempre. Había perdido el mismo día y al mismo tiempo, en un solo instante, a mi prometida, mi oficina y con ellos mis sueños, mis ilusiones y todo por lo que luché toda mi carrera, habiendo sido ella mi compañera desde esos tiempos. Me encontré una vez más a mis diecisiete años, cuando entré a la Facultad de Derecho y sin conocer mi futuro, sin tener nada fijado, sólo que esta vez sin ilusiones, derrotado.

Salí de allá, recogiendo mis libros, mis expedientes y dejando todo lo demás. Aún recuerdo derramar una lágrima al sacar a mi buhito de ese lugar. Por más tonto que suene, ese momento fue en el que me di cuenta que todo había terminado.

Han pasado ya muchos ayeres desde esa época y los tres hemos cambiado y crecido de alguna manera. Ella es una hermosa mamá, el es un abogado notarial y yo…. Bueno, yo soy yo, tratando incansablemente, cada noche, de conquistar el mundo… femenino.

Sin embargo, cuando recuerdo esos momentos de ilusiones e inocencia, de esperanza del mañana, a veces pienso algo que no me atrevo a decirme en mi propio idioma, como si quisera no admitirmelo: “Ima sugu ni maki modoshitai ano hi ni”: Justo ahora quisiera regresar a ese día…

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